El miedo no es libre, en realidad es un preso sentenciado y condenado a nuestra compañía. En cuanto lo conocemos nos empeñamos en retenerlo y alimentarlo para que crezca y crezca y así llene todos los vacíos de nuestras vidas. Tanto que en ocasiones hacemos que se reproduzca y así podamos tener no solo uno, sino dos, tres e incluso más.
Yo tenía uno, no recuerdo desde cuando. Era una sombra que me acompañaba a todas partes, resignada a ser arrastrada por todos los lugares que a mi me parecía pertinentes visitar. No concebía la vida sin él, la verdad. Pero un día lo escuché sollozando casi en silencio, angustiado por mi eterna compañía y decidí abrir la puerta para que marchara. Al principio como un pájaro de muchos años enjaulado, se quedó en el umbral, mirándome extrañado por si le estaba gastando una broma. No se dio la vuelta cuando marchó, pero seguro que sonreía.