Dicen que si alguien llora debajo de una acacia, sus raíces crecen y crecen hasta el infinito, pero eso es imposible. En realidad crecen hasta donde es neceario que crezcan. Y eso es lo que le pasó a la acacia del patio de Doña Julita. Doña Julita era una mujer muy mayor, mucho, tanto que cuando su hijo nació, nació nieto y le llamó Carlos. Como todos los Carlos, era inquieto y en cuanto pudo marchó para ver mundo. Porque los Carlos suelen ver mundo, de igual forma que los Alejandros conquistan sus sueños, pero esa es otra historia. Así que partió joven y Doña Julita se hizo más vieja, como cuarentea años más vieja y se curvó como varita de manzano mientras apartaba las hojas de la higuera que caían en su cuerpo. Qué desvergonzada la higuera. Sentada bajo la acacia, esperaba el regreso que nunca llegaba y dejaba que sus lágrimas rodaran por su cara, recorriendo las arrugas como si de caminos se tratara.
Entonces fue cuando las raíces de la acacia comenzaron a crecer, recorriendo el patio y saliendo por debajo de la tapia calle arriba, levantando las baldosas del primer piso del ayuntamiento y de la botica del Señor Servando. Y más allá saliendo del pueblo y atravesando el valle rumbo norte, lejos, lejos, donde la gente echa sal a las raíces esperando que se sequen y no lleguen a su destino. Más lejos aún, y así hasta llegar a un campo de flores rojas donde rodearon el cuerpo de Carlos formando un ataúd.
Si, las raíces de las acacias crecen y crecen, pero solo hasta donde es necesario que lleguen.