Foto obtenida de Internet
Olga se puso tan triste cuando Víctor se marchó para hacer fortuna al otro lado del mar, que le lloró ocho días a la semana y eso varió el horario del ferrocarril. Y como Olga no dejaba de llorar, al final, nadie sabía nunca cuándo llegaba el tren a la estación. El 16 de agosto del 57, a eso de las 5 de la tarde cuando las chicharras estaban en la cúspide de su obra sonora, un pitido ensordecedor de una FCM 40, hizo callar a todas las chicharras, al menos durante 7 segundos. Después no se sabe si siguieron o no cantando, porque el ruido del tren lo envolvía todo. Olga llevaba llorando 12 años, así que ver llegar un tren a la estación era algo casi imposible. Pero allí estaba, despachándose a gusto a base de chorros de vapor que envolvían las vías en una niebla artificial. Un señor ataviado con el uniforme de la compañía ferroviaria, bajó ante la expectante mirada de la gente del pueblo, que se había congregado en aquella pequeña estación casi abandonada. Tiró de una saca que se encontraba en uno de los vagones, hizo un saludo y acto seguido, la locomotora volvió a pitar con fuerza, dispensó un par de chorros de vapor que levantó las faldas de algunas mujeres; esto generó algunas risitas, y como vino se fue.
Había tantas cartas que para organizar el reparto, la gente guardó silencio, acercándose para recoger la suya si era nombrado. Así nos enteramos de que Felipe, que se había marchado hacía 11 años a la Guerra del Este, había muerto una semana después de haber llegado al frente. Que Anita se había casado con un comerciante de la costa y que había conocido al fin el mar, y que Iván aun no había encontrado a su hermano Zoilo, que también había marchado con Felipe a la gran guerra. Como tampoco supimos nunca nada más de Iván, la intriga seguía abierta.
De Víctor no se tenían noticias, no había carta para Olga, que llegó pañuelo en mano mojando el suelo de madera y llenándolo de sal. Olga tenía esa capacidad desde que Víctor marchó, por eso en su casa, había que entrar con unas palas de cuando en cuando para sacar toneladas de sal que no podían ser vendidas al no pasar el tren de mercancías por allí. A ella no le tocó marchitarse. Olga no tenía la culpa de llorar tanto, ni Víctor de intentar buscar fortuna donde la hubiera y si no había escrito, a lo mejor Iván lo encontraba mientras buscaba a Zoilo y en su próxima carta nos decía algo de él. Pero para eso habría que esperar a que pasara de nuevo el tren, así que todos se marcharon a casa a seguir con sus vidas. Las chicharras siguieron cantando y la sal de la estación se quedó brillando al sol de verano, esperando que el otoño se la llevara con el viento de octubre, como se llevaba otras muchas cosas.